martes, 31 de julio de 2012

A favor de los borrachos en el escenario

Achispados. No arrastrándose. Con algo que les pudiera hacer tropezar o les haga hablar para sí mismo cerca del micro o que se rían sin motivo o se equivoquen al final de una estrofa y enderecen y luego, de coraje, alargar el solo y hacer diabluras, como doble ración de postre tras haber quemado el asado. Lo otro es comida de plástico. Conciertos clónicos, un sonido impecable, un set list cuajado, una actitud profesional, unos bailes que no nacen como deben de nacer los bailes sino que son como un bamboleo zombi que no convence a nadie y así pueden tirarse mil años. Y dando palmas. Que la cosa no esté preparada. Y quien dice alcohol, dice desinhibición y bio frutas. Que no es un tema de ponerse trompa y hala, ya está todo hecho. Ni mucho menos. El alcohol cuando entra por otro lado y no te da chispilla, te deja más bien aperezado y se da la murga más de lo que sería deseable. Borrachos, tampoco. Entendámonos. Gente que se la juega. Actos de difícil explicación, momentos límite. Situaciones inesperadas. Que se produzca un cierto entendimiento con el público. Tampoco no es ponerse a buscar que te coreen desde el minuto uno, pero hacer partícipe a ese público del concierto que están viendo. Si no fueran ellos, sería otro concierto. Conseguir eso. Necesariamente no a base de cuba libres, pero conseguirlo. Es el problema. El otro día discutía con un familiar sobre Bruce Springteen. ¿A tí te gustará el jefe? Me lo dijo preguntando pero casi que lo afirmaba. ¿El jefe? Pues tampoco demasiado, respondí yo. Y ya no sé qué dijo del concierto al que había ido y que duró noscuántas horas y que si la apoteosis del rock, que si el no va más, que si mítico, inolvidable, antológico, innenarrable, y yo que sé, pues para mí no. No lo dije para no enzarzarme en una discusión estéril sobre la buena y la mala música y los buenos y malos conciertos. No estoy de acuerdo. Es un coñazo. Los conciertos al peso son para.... ¿pesados? No lo sé. Cuatro horas o tres horas. Es un musical. Demasiado. Mejor una hora a destajo y un bis largo. Bis con desparrame y hasta otro día. Cuatro horas, ¿para qué? Pues eso, concierto al por mayor, a granel, por peso... Y diseñados. Conciertos perfectos. Impecables, predefinidos, clónicos, todos iguales. Más largos o más cortos, pero todos perfectos. Qué aburrimiento. Es una sucesión de perfectos movimientos, sincronizaciones y momentos de emoción, de subida, de bajón y de euforia o coreo masivo prefijados, ensayados y anti naturales. Es lo contrario de lo que yo entiendo por un buen concierto. Un concepto el de un buen concierto que siempre tiene que tener un componente happening, que ocurra algo. No tiene tanto que ver con la calidad en la ejecución o el nombre del artista y su poder de convocatoria. Que ocurra algo. Que pasen cosas. El concepto de ocurrir algo es amplio, pero me refiero a que... Se improvise. Que surga algo que es especialmente idóneo para ese momento y lugar y que no volverá a repetirse. O si se repite no saldrá igual. Eso es lo que gusta de los conciertos. En general. Lo perfecto, medido y brillamente ejecutado me parece cómo mirar fijamente a una máquina de fotocopias. Mirarla a los ojos. Y gritar cada vez que la luz pasa por encima de la tapa. Esos ojos que brillan. Y en realidad son fotocopias.

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