miércoles, 18 de julio de 2012

Mis veraneos

El verano es la niñez.
Después se apaga lentamente y se enfría poco a poco hasta el invierno que nos mata.
Mientras somos pequeños las cosas grandes, como el sol, como el mar, son demasiado grandes y demasiado importantes. Somos pequeños mientras dura esa fascinación natural con lo que nos rodea. Especialmente en verano, con las plantas rebosantes de flor, el aire lleno de zumbidos y las corrientes que llevan intensos olores de vida pura.

La niñez siempre va acompañada al recuerdo de la familia.
Después se crece como las ramas que buscan sus propios rayos, llenándose de hojas en su retorcimiento, demasiados rayos, demasiada fotosíntesis. Somos árboles en continúo crecimiento mientras nos vamos separando del bosque que nos rodea. Especialmente en algunas edades frontera, con intereses serios por prolongar la especie, con momentos de búsqueda. Especialmente en silencio, leyendo o escribiendo, imaginando con las palabras plenas de fuerza inspiradora, en soledad recordando tiempos pasados con el eco de las voces que como tesoros guardamos de seres y amores que ya no están.

Mi verano era en Sanlucar de Barrameda, en Cádiz.
A diferencia de mi ciudad natal, el aire de allí era amarillo y denso, como si se pudiera tocar. Sorprendía el color del mar, verde. Las algas eran una alfombra marrón sobre la superficie y el horizonte lucía brillos jade. En la orilla dejaban las olas en la última línea de mar, algo parecido a un gigante mechón de pelo hecho por algas secas que iba ganando volumen conforme subía la marca de la marea. A la mañana siguiente las algas parecían una cuerda deshilachada, una esponja derretida. La arena tan fina y minúscula era capaz de asentarse en el interior del alma o el cuerpo y el contagio del paisaje, con su tono ocre y su placidez en general te calaba, hasta el fondo. De niño Sanlúcar se metía por cada rendija y en la semana o diez días de asueto, era como viajar a otro planeta, con otra atmósfera, con otra arena, con otro aire.

Viajábamos en familia y nos alojábamos en casa de familiares.
El turismo en familia. A casa de la familia. A casa de otra familia. En este caso el piso era de unos primos de nuestros primos, los primeros primos se lo prestaban a los segundos, nuestros primos primeros y nosotros íbamos de invitados de ellos. Invitados de los invitados. Dormíamos varios en cada habitación, aunque era un piso amplio de cuatro habitaciones. Nuestros padres aprovechaban para viajar por los pueblos cercanos y alojarse una noche en un hotel, por ejemplo, ya que nosotros estábamos con la familia. Era en esa edad en la que los niños no molestan demasiado y son como el pequeño tesoro al que hacerle monería. Nuestros primos, encantados de acogernos unos días en Sanlucar y disfrutar de los niños.

Recuerdo olores, colores y sabores.
Hacían una manta de flores en las calles principales. En los días de fiesta. Una alfombra de pétalos. Un olor. No he visto nada igual, nada tan impresionante. Cerca de la Iglesia de Santiago Apostol. Íbamos allí a misa con la familia. A la heladería con la familia y al cine. Algún día cogíamos el coche de caballos para ir al paseo marítimo, era lo máximo. Con la sombrilla y la toalla en coche de caballos, con nuestra tía abuela que era muy buena y siempre o casi siempre hacía lo que le pedíamos y a veces ni siquiera había que pedir nada porque ella misma te ofrecía alguna buena idea apetitosa que hasta entonces no se te había ocurrido a tí, en la heladeria por ejemplo. Dar paseos. Era divertido dar paseos. No teníamos relación con más niños, eso se echaba de menos. No jugábamos entre nosotros y eso se echaba de menos. Pero éramos los reyes, no sé si me explico.

Hay un recuerdo por encima de los otros en el desván.
Desde el balcón del apartamento se veía casi entera la pantalla del cine de verano de enfrente. Todas las noches cenábamos con el estreno a cien metros. Se oía con dificultad, algunas palabras, pero costaba enterarse de todo lo que decían, más aún si sonaba, a la vez, música o ruido de motores, fuego o explosiones. Pero se veían los primeros planos de tres metros, a cien metros de distancia y era como un regalo del cielo, como un privilegio. Y aunque la tapia del cine de verano era lo bastante alta, también se intuía el bullicio de la sala, con las pipas, con los bocadillos, con la cena para llevar, con las risas o las expresiones de sorpresa o susto del público. Si era una película para mayores, de terror o de asesinatos, nosotros no salíamos a la terraza y cenábamos en la cocina.

Es el recuerdo por excelencia de mis veraneos.
Aunque como hay muchas más, a otras edades, supongo que haré una serie de ello.
Me pregunto si el cine de verano sigue existiendo. Seguro que no. Una tapia, sillas y una valla blanca. Los barre el tiempo como si fueran pelusa. Cambian los descampados, cambia la temporada, deja de venir tanta gente, construyen nuevos apartamentos. Los sitios cambian incluso más rápido que nosotros mismos, por suerte supongo. El día que vuelva a Sanlucar de Barrameda llevaré una cámara de fotos.
 

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