martes, 17 de julio de 2012

Los chándales de España

Vean. Polémica del día. Lo fue ya en la presentación. En cuanto se pudo ver el diseño. Las equipaciones del equipo español para los juegos olímpicos de Londres 2012. Un diseño que juega duro. Que pega fuerte. Flamígero, ese detalle me gusta, que sea flamígero me gusta. Lo reconozco.


He leído hoy de todo. Ropa de mercadillo. Chándal choni. No se han cortado para buscarle usos en twitter y en general, para recibir la global desaprobación del pueblo español, ante lo cual, me posiciono. Pues a mí gusta, dijo. Y lo dijo bien alto. ¡A mí me gusta! ¡Me gusta! ¡Que quede claro!

O al menos, me gusta todo lo que me puede llegar a gustar un chándal. Porque, piénselo. ¿A qué tipo de persona le pueden llegar a gustar los chándales? Que sí, que sí, que son cómodos, lo que quieras, pero ¿gustarte? ¿A quién le gusta un chándal? A mí desde luego, no. Dirá alguno, a los deportistas, deberían gustarle a los deportistas, pues sí. Pero un chándal es un chándal.

Esto lo digo ahora pero no siempre pensé lo mismo. Cambio de opinión con frecuencia. Si paso de los cinco párrafos, igual cambio una vez más. Los chándales. De pequeño me gustaban los chándales. Los chándales de marca. De marca de ropa deportiva. Para jugar al balón en el recreo. Y tengo una lección que contaros sobre los chándales de marca o no de marca, al hilo de la indumentaria flamígera de la selección de olímpicos que, repito, a mí me gusta.

La lección es: la ropa no es deporte. No tiene nada que ver la ropa con los valores que se ensalzan de superación, competición y juego en equipo del deporte. La ropa es ropa. No sirve de más. Si es flamígera, pues es flamígera y si tiene tres rayas horizontales en las mangas, pues tiene tres rayas, pero ya. No es nada más. Pero cuando era un niño no lo entendía.

No entendía que tuviera que ponerme los chándales comprados en gran superficie, que eran un poco inesperados y después profundamente gran superficie en cuanto a sus presupuestos estéticos y que para jugar a la pelota en el recreo podían servir pero si ya ibas por la tarde a entrenar con un equipo, pues quedaban de mal, de pobre, o de pobre de gran superficie, o yo que sé. Cuando era niño lo tenía mucho más claro que ahora.

Se daba el caso, que jugando al fútbol y quizá en algún traspies o entrada defensiva demasiado dura, yo y mi cuerpo de pequeño niño acababan en el suelo. Y no pocas veces se le abría un agujero al chándal de la gran superficie con el consiguiente disgusto que suponía al llegar a casa. Después de podía solucionar con un parche, a mí lo de los parches me molaba bastante como concepto, y dándole un golpe de plancha. Mi madre tenía el terreno allanado para hacerse fuerte en su argumento de para qué te voy a comprar uno de marca de ropa deportiva para que luego le haga agujeros y haya que ponerle los mismos parches. Y los mismos golpes de plancha.

A pesar de mi corta entendedera infantil yo ya atisbaba que puestos en el roto, yo lo prefería en una pernera con credenciales que a los ojos de mis compañeros de equipo no resultase tan cutre y gran superficie, y que los parches, como concepto, me molaban mucho más en el chándal de marca. Como modo de personalizarlo, si me apuras. Pero no había forma de discutir sobre el tema y cada cierto tiempo, una nueva caída, un nuevo roto y etc etc me hacía tener que cerrar el pico en el ámbito de las demandas de ropa deportiva con nombre y apellidos.

La ropa no es deporte, insisto. Es más, toda la ropa alrededor del deporte no me parece que hagan un negocio sanote acorde con los valores del deporte. Las grandes marcas y los grandes contratos para sponsorizar en exclusiva a deportistas y toda la locura que acarrea ese mercado me parece lo contrario al deporte. Al esfuerzo de un lanzador de pértiga que tiene que lanzar la pértiga unas setecientas cuarenta veces a la semana para ir pillando práctica o el que hace marcha atlética y se tira las tardes andando raro a las afueras del pueblo no libre de alguna mirada de no entender nada. Eso es deporte. Un esfuerzo a puerta cerrada. Un día que es la gran función. Un podio. Una medalla. Un aplauso. Para casa. A seguir entrenando.

Qué más da el chándal, si lo van a romper igual. O no es el caso, no es como mi caso, de los rotos y los parches, es otro percal el de los deportistas olímpicos. Qué más da el chándal olímpico, será una broma, la coña... Anda que no se van a hacer fotos, con los chándales puestos y de risas, aunque luego no lo saquen a la pista. Que le pongan unos parches, es lo que falta. Aunque a mí me gusta. La inspiración asiática o lo que sea. Al parecer compartimos diseño con Rusia y Ucrania, o alguno por el estilo. En otros colores, claro, pero igual de tendentes al rollo flamígero. Eso me gusta menos, porque siginifica que no se expresa de un modo único un carácter nacional con el diseño del chandal, pero bueno, si lo van a romper igual, que diría mi madre. Si no lleva publicidad. Si es de batalla. Si es para correr en el patio. Si es para estar en la villa olimpica. Si, en realidad, los chándales dan igual.

Los chándales de España se han dado de frente con la generación aquejada de marquitis, que así lo llamaba mi madre. Y en el fondo quiero decir que soy un convencido de que la ropa, no solo la de deporte, la ropa como concepto, la ropa en general, no importa lo más mínimo.
Si es bonita, pues mira.
Ropa bonita, pero poco más.
E insisto: ¿A qué clase de persona le puede llegar a gustar de verdad un chándal? ¿A tí? Espero que no. (Iba a poner una foto pero seguro que los que hayan llegado leyendo hasta aquí tendra en mente el diseño de la referida prenda, así que, no.)

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