sábado, 22 de diciembre de 2012

¿Para cuándo una Ley de la Independencia?

Vale que corría más prisa legislar el antónimo pero visto lo visto, toca la In-.
¡Ley de Independencia, ya!
Con marco legal, con facilidades, con garantías, mínimos.
¡INDEPENDENCIA!
Hablo de que cualquiera se pueda alquilar un piso que esté vacío.
Para los pueblos, me vale también.
Es una visión generacional.

Y me explico.
Como ya no soy un jovenzuelo opino en plan abuelo cebolletas de mi generación.
Polarización de umbrales.
Resulta que a los que nacimos a finales de los setenta o principios de los ochenta se nos colgó el sambenito de "¡Hay que ver que a gusto estáis viviendo con vuestros padres!" Que os lo hacen todo, que no ponéis lavadoras, que está la nevera llena, os cocinan y además hacéis lo que os da la gana. Incorrecto. Cuando vives con tus padres, haces poco lo que te da la gana por más que los tiempos cambiasen en la década de los noventa y tu pareja, un poner, pudiera ir a tu casa con cierta asiduidad sin tener que pasar un tercer grado, como le ocurría a mis padres con mis abuelos. Pero por ejemplo en mi caso una frase clásica de mi madre cuando venían mis novias de la época a casa siendo yo adolescente era: "No cerréis la puerta de tu cuarto, anda", o sea, que  sí, cierto aperturismo, sí, pero impuesto.


Resulta que yo tuve que marcharme a otra ciudad para estudiar una carrera que no estaba en mi lugar de nacimiento, algo que le recomiendo a cualquiera que lea esto y esté en esa edad y en la duda de qué universidad elegir y sobre todo, dónde elegirla. En los pisos de estudiantes sí que se estaba a gusto y se hacía realmente lo que te daba la gana, a puerta cerrada. En los colegios mayores, no tanto. Estuve en uno el primer año y a pesar del despiporre generalizado, había normas. Los pisos de estudiantes eran otra cosa. Y te cocinabas, de aquella manera claro, recetas de supervivencia o ponías lavadoras, también de supervivencia, dos al mes si acaso y no era tanto drama lo de llevar las tareas domésticas para adelante. Planchar, no planchaba pero más por convicción que por incapacidad. Siendo honestos tampoco nunca mis pisos han sido un ejemplo de higiene pero hemos sobrevivido, yo y todos mis compañeros. Si alguno ha muerto ha sido por otros motivos. Por suerte no tuve que vivir más allá de los 18 años con esa dependencia de techo, aunque dependía de otro modo porque mi piso de estudiantes me lo pagaban mis padres, claro, pero era otro percal. Y por más que estiré lo de licenciarme, eché un añillo más de lo previsto, finalmente tuve que volver al redil familiar y a mi ciudad de origen con un titulo, una orla y muy pocas ganas de sentarme en el sofá a ver la televisión con mis padres, ninguna gana si soy sincero. No compartimos gustos en cuanto a series y películas, por un lado y por otro, me había aconstumbrado a tener mi puerta cerrada y a montármelo a mi rollo. Tendría 23 años aproximadamente. Ponle 24. Sí es cierto que el tema de la ropa ya no me tenía que preocupar, ni la comida tampoco, nevera llena full time y lo que tú quieras, pero desde luego, la frasecita de "'¡Hay que ver que a gusto estás viviendo con tus padres!" no se ajustaba en absoluto a mi situación de entonces.

Hablamos de mediados o finales de los noventa, principio de los dos mil. Con la novia que tenía y un grupo de amigos nos alquilamos entre todos un piso bastante barato. No estaba trabajando todavía, había empezado a mover curriculum y había hecho prácticas pero no eran remuneradas y me las apañaba con la asignación semanal que mis padres tenían a bien destinarme. Con una pequeña parte de ese dinero, pagaba a medias con mi novia nuestra parte del alquiler. Éramos cinco parejas, diez personas en total, bueno nueve en realidad porque la hermana de novia estaba soltera pero ella pagaba su parte como si fuera una pareja. El piso era un cuchitril pero tenía tres habitaciones, salón, cocina y baño. Curiosamente casi nadie podía quedarse allí a dormir a no ser que se tratara de un fin de semana o un día especial. Detalle generacional a tener en cuenta. La madre de mi novia era, en este caso, la que ponía las normas y lo mismo que la mía de adolescente no me dejaba cerrar puertas, la que era mi suegra no le dejaba a mi chica amanecer en otra cama que no fuera la suya. Con contadas excepciones. Daba igual la hora a la que llegase, las dos, las tres o las cuatro de la mañana pero tenía que volver al hogar familiar. En tres palabras: cortada de rollo. Según lo cuento puede parecer que el piso era un picadero, pero en realidad tampoco estaba tan destinado a fines sexuales porque siempre había gente, otra de las parejas o alguien con amigos y daba palo ponerse a ello. Supongo que cada uno se buscaría sus momentos. Solíamos coincidir las cinco parejas por las noches, de las ocho de la tarde en adelante. Cenábamos juntos a menudo, pero por las mañanas el piso estaba vacío. Recuerdo que era la época del "No a la Guerra" y muchos balcones tenían ese mensaje en un pequeño cartel. Yo tuneé el de nuestro pisillo y debajo del "No a la Guerra", escribí "No a la Hipoteca". Acto simbólico no carente de cierto valor con el paso de los años. Estuvimos allí durante un curso más o menos y después no renovamos el contrato. También surgieron las típicas tensiones de la convivencia, éramos diez personas, bueno nueve y cada uno de su padre y de su madre, bueno excepto mi novia y su hermana que compartían padre y madre pero bueno, que la cosa se acabo estropeando pero eso no viene al caso.

En los años siguientes y ya más entrada la década de los dosmiles, solíamos buscarnos opciones para disponer de un techo sin tener que pagarlo. Se da la circunstancia que yo tenía un grupo de música y en el local en el que ensayábamos, en la casa del guitarrista pues había sofá, chimenea, un DVD en el que veíamos películas alquiladas y en la cocina de la casa, nos preparábamos unas pizzas o lo que fuera para cenar en plan improvisado con unas cervezas. Por entonces yo no tenía carné de conducir, me lo saqué a la quinta el práctico, a la segunda el teórico un par de años después y para ir a ensayar o para lo que fuera, dependía del coche de terceras personas porque el sitio estaba a las fueras. Otras veces cogiendo el autobús nos escapábamos al piso de la playa de los padres de mi novia que se pasaba vacío todo el año excepto el mes de agosto. Un coqueto apartamento que estaba a sesenta u ochenta kilómetros, hora y cuarto o y media en el bus de línea y los billetes eran baratos. Podíamos coger las llaves más o menos de tapadillo para no tener que dar explicaciones, para que ella no tuviera que dar explicaciones porque la ley de volver a dormir a casa, la ley Cenicienta pero sin hora límite también funcionaba en fin de semana. Había que inventar excusas o artimañas para concatenar un día y una noche. De aquella yo ya empezaba a ganar algo, muy poco, muy poquísimo, de dinero con las colaboraciones en el periódico y ella, que seguía estudiando, pues se apañaba con lo que su madre le daba, que si bien era estricta con los pernoctaciones por otro lado, con el dinero era espléndida y dadivosa. En mi opinión, la madre sabía perfectamente que nos íbamos a la playa pero gruñía más o menos o se hacía la despitada según le cogiera el tiempo o le pillara el cuerpo. Le pillaba mal casi siempre, o eso me parecía a mí a mis 25 añitos.

Si has llegado hasta aquí, querido lector, te preguntarás: Y, ¿por qué este tipo me estás contando su vida así de mala manera? Que si novietas, que si escapada, que si local de ensayo, que si piso de la playa... Pues para demostrar que el maldito axioma generacional "¡Hay que ver que a gusto estáis viviendo con vuestros padres!", reproche que habré oído un millón de veces, es falso, fraudulento y estúpido, pues claro que no, obviamente, no, por supuesto que no, mil millones de veces, no y ahora, tras otro par de noes: no, no y no, pues desarrollo mi tesis. O más bien, mi hipótesis. La generación directamente anterior, mis padres por ejemplo, no tenía eso: pisos en la playa, por decir pero me vale igual para todas las segundas residencia, o si los tenían que habría, claro, quien los tuviera, la posibilidad de negociar que te dejaran las llaves era lejana o lejanísima, por no decir inviable. No quedaba más remedio que casarse, como tantas veces se ha oído para "poder salir de casa". Pues bien, con sus hijos, esos padres que invirtieron en el chalecito en la sierra o en el apartamento en la costa, pues toleran de mala gana la evidencia palmaria de que sus hijos los disfruten en un régimen de libertades que ellos ni olieron, y se entiende el resquemor. Por otro lado está esa base estricta de la educación del "vuelve a dormir a casa" o "¿vais los dos solos o con más gente?" o "bueno, te dejo la llave pero no hagáis tonterias, eh" o etc etc que en definitiva, no son más que la expresión de un tabú heredado que ahonda sus raíces en la educación represiva y nacionalcatolicista que tuvieron que sufrir, ya lo siento por ellos. Si en su época, para tener algo de cercanía y privacidad, tenían que adentrarse en los cañaverales o perderse en el páramo, se entiende todo ese tipo de subterfugios absurdos para tratar de limitar lo evidente, lo lógico, lo normalmente asumido por el paso del tiempo y lo que se convierte en cotidiano, no hablo solo de sexo, es más, atañe directamente a la independencia. Y ahí llegamos a lo importante, a la ley. A lo que se debería garantizar por ley, más allá de cotidianidades en negociáción familiar, idiosincracías generacionales o un quítame allá esas pajas.
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Por ley, por el futuro de las próximas generaciones, por la igualdad de oportunidades para nuestros nietos, por lo que le han quitado a nosotros, porque estamos en la segunda década del siglo XXI, porque es justo y muy necesario, porque no se puede hipotecar el futuro de un país, porque no implicaría un gran sobrecoste a la hora de destinar activos o recursos, porque se puede y no sería difícil, solo necesita voluntad política, de la buena, claro y habilitar espacios que los hay, y ofrecer oportunidades a fondo perdido en zonas que están ya no sé, descartadas. Casas sin gente que puedan tenerla. Viviendas, segundas que se conviertan en primeras o en ocasionales segundas o que se aprovechen del modo más participativo y familiar posible, y que por ley una vivienda no pudiera estar vacía más de tres meses.
Por ley.
Para garantizar la independencia de los que aún somos jóvenes, o un poco.

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