jueves, 13 de marzo de 2014

Las zanahorias

Las cosas se consiguen y llegan. Sí: Las metas, los deseos, los anhelos, eso.
Es el objeto de deseo el que cambia. El que no resiste al tiempo. Los sueños.
Lo que aquí llamaremos zanahorias, sí, zanahorias, ya, ya, evidente metáfora.


La habitación de clicks
Hace unos días me acordé de un viejo sueño infantil. Me prometí con siete u ocho años que, cuando fuera mayor, tendría una habitación solo para los clicks de Playmobil. No muy grande la habitación pero con moqueta. Y los tendría todos. Todos. Todos y cada uno. Esquina del Oeste. Esquina de piratas y espadachines. Esquina de circuito de carreras. Esquina de granja y todo lo demás. Una verdadera colección. Tenerlo todo, vaya. No sé si llamarlo colección o exposición. Nunca tuve demasiados cuando niño y cada cierto tiempo me caía uno como regalito por ir a la revisión del dentista o a cosas así, mis padres me compraban una caja de clicks de las pequeñas, individual. Uno solo. Que solo traía un juguete y sus complementos. Un caballo, todo lo más. Su espada. Su pistola. Su loquesea. Y puede que un perrito, un algo. Un soldado. Un pistolero. Un indio. Me sabía a poco. Quería más y más. Quería la tribu, Quería la banda de cuatreros. Quería el ejército entero. Tuve el barco pirata. Por Reyes. Ese fue lo más grande que tuve, era un buen bicho y bueno, luego pues se me perdían los muñecos. La colección se veía menguada por el tiempo. Se perdían. Los clicks, digo. No era como tal una colección. No de vitrina, ¿me explico? Eran juguetes. Y yo era un niño. Jugaba con ellos. Me los llevaba por ahí y claro, sin remedio se iban registrando bajas en el equipo. De lo que llegaba de una cajita a otra, pues perdía efectivos y no hacía grupo, no hacían bulto, en suma no los conservaba. Y hace poco me acordé de esa especie de promesa infantil memorizada a fuego: La habitación de los clicks de Playmobil.

Fue un flash. En mi mente. Hace unos días. Una habitación, la habitación. Me acordé de ella. También, o sobre todo, de la promesa. Me sorprendió como una imagen fotográfica o la reproduje en mi mente con toda claridad o eso me pareció. Estaba girando en una rotonda. Por el carril de dentro. Me acordé súbitamente, como irrumpe a veces cierto tipo de recuerdos, con un golpe brusco de memoria. La habitación de los clicks. Puse el intermitente. Todo el mundo hace las rotondas mal. Por el carril que no es, quiero decir. La mayoría no pone ni los intermitentes. Ya ni me gustan los clicks. No para jugar, claro. No juego. Tengo 35 años.  Pero ni siquiera de adorno. Lo cierto que ni me gustan las estanterías, de IKEA en su mayoría, llenos de juguetitos. No me gustan. Mi idea de la habitación de los clicks no era así tampoco. No irían en el salón. Tienen su punto los clicks, mucho más los nuevos que sacan, con barba y todo, pero al convertirse en icono generacional súper usado en mil partes pues ya no es lo mismo. En realidad la idea era reunir los antiguos. Los de siempre, los clásicos. Son mainstream ahora. No es lo mismo. No me gustaría por nada del mundo tener una habitación llena de clicks de Playmobil, con todo el pack: el barco pirata, el fuerte de los vaqueros, el zoo, la casa victoriana, la isla, el velero, el circuito de fórmula uno, el establo, la granja y luego todos los individuales, el fantasma... El fantasma lo tenía de pequeño. Con su bola y cadena. Fue el único que nunca se me perdió. Brillaba en la oscuridad. No creo que fuera por eso. No se perdió en cualquier caso. Nunca tuve una colección. A ver. Que dejar de querer tener juguetes cuando eres adulto, si es que soy adulto que lo dudo pero bueno, con 35 cumplidos, pues si no soy adulto, soy gilipollas, ambas respuestas pueden ser correctas, pues viene siendo lo normal. Opción C. En fin. Pero lo relevante es que se trataba de algo serio, un pacto de sangre imaginado conmigo mismo o peor aún, con el yo de futuro, pacto total, lo de la sangre es figurado pero es para darle esa importancia, ponerlo a ese nivel, con mi yo del futuro con mi yo de 35 por ejemplo y es un reto, o un sueño, no sé si llamarlo sueño que no pienso, ni podría aunque quisiera, cumplir. ¿Qué es? ´Cómo llamarlo, ¿un sueño olvidado? ¿Una zanahoria podrida? No lo sé. Tampoco me importa mucho. Lo que me sorprendió, no es que no vaya a comprarme los juguetes de mi infancia, a completar las colecciones que nunca tuve, eso no es, sino la vehemencia con la que me lo prometí de niño, la sangre de la que hablaba a nivel simbólico y lo convencido que estuve de ello en su momento, que fue una forma de consolarme también. En el futuro, lo tendré todo. Y pensé, claro, que es por lo que viene toda esta milonga, en que será lo que no le daré a mi yo del futuro, las zanahorias de hoy, con las que sueño y por las que me hago cruces, porque entiendo que la vida en general es la zanahoria o una sucesión de ellas y así lo vivimos o lo creemos, cuando en el fondo es el palo, el hilo, la carroza, el caballo, nosotros, es todo, no solo la zanahoria y seamos lo que seamos nosotros mismos en la ecuación o en el símil, pues lo importante siempre es no dejar de moverse, de querer, de soñar, de ilusionarse, de hablar y prometer al yo del futuro.... Porque realmente somos todo, la vida es todo incluidos todos los yos del futuro con los que hayamos tratado y trataremos. No la zanahoria. No querremos la zanahoria mañana. Las zanahorias cambian. La habitación de los clicks actualmente sería un criadero de polvo. Quizá si tuviera hijos. O sobrinos. Que flipasen y destrozasen mi legado. Si tuviera un mísero billete en el bolsillo, que no lo tengo, para poder gastar en bobadas como la melancolía y los objetos con los que nos hicimos grandes, es muy probable que no me lo gastase en eso. No sé cómo de millonario tendría que ser para tener la habitación de los clicks. No porque sean caros. No lo son. O no lo eran. Hace tiempo que no compro clicks. Pero no es la cuestión el precio. Eso es una necedad. Que tenga o no tenga dinero, no es la cuestión. Sino que me da igual, cien por cien igual, esa es la cosa, lo poco que me importa hoy. Hoy ando en otras cosas. Otras zanahorias. Juego poco. Un error. Jugar es siempre necesario. Del modo que sea. Pero jugar. Y buscar. O inventar juegos. Eso es lo más difícil. Me he acordado de la peli de Richard Pryor, Mi juguete favorito. Eso sí que era una buena colección de cachivaches. El caso. Lo que motiva esta entrada en el blog. Una duda. Una cuestión. Una pregunta que me ha venido hoy a la cabeza: Que lo que quiero ahora, ¿se convertirá en una nueva zanahoria olvidada cuando pase el tiempo y cuando finalmente lo obtenga o tenga la posibilidad de obtenerlo?

La habitación de los clicks de Playmobil es convalidable a la colección de muñecos artículados de Star Wars, la guapa, la de los ochenta o a la colección Master del Universo, tuve un He-Man que me duró tela de años o la colección de GIjoe, muy molones y muy cotizados cuando ya iba siendo más grandecito, me valen igualmente las aspiraciones adolescentes con las zapatillas de deporte, una colección de Air Jordan guapas o de Adidas de todos los tiempos, me acuerdo de las Pat Ewing por ejemplo. Viene a ser todo lo mismo: zanahorias. Para verlas, para tenerlas, para tocarlas y volverlas a poner en su sitio, una exposición de lo que he llamado zanahorias, como en una vitrina. Para siempre. Para el niño o el adolescente que fuimos. Conozco a gente con máquinas recreativas en sus casas. Pinballs o máquinas de arcade. Como las del Tetris. O el de las burbujas. O el Sonic. Te quedas con la peña con una máquina recreativa de las antiguas en tu casa. De las de 25 ptas. Te quedas con toda la peña. Es un vacile guapo. Después del primer mes, seguro que juegas más bien poco. Sobre todo si no tienes prole que te motive a la competi. Pero también debes estar un poco atontolinado o con la cabeza a las tres menos cuarto, o que te sobre, claro, la pasta y la tengas a espuertas para gastarte en eso los billetes. Porque no juegas. No juegas, obviamente, no juegas. Jugaste. Fueron tus zanahorias. Soñaste con ello. Con créditos infinitos. Con vidas infinitas... Esa es la idea. La que resume toda la entrada. Vidas infinitas. Es lo que en el fondo todos queremos. Vida infinita. Y los arcades sirven de ejemplo perfecto. Con 35 años no juegas en una recreativa. Te harás pedazos con la play, el FIFA, el WOW o lo que sea, pero ... La vida pasa. El tiempo pasa. Las vidas infinitas ya no valen lo que antes valdrían. Y no me refiero a las 25 ptas. El cuarto de clicks de Playmobil con el que soñaba, ahora no sería lo mismo. Igual. Es igual porque yo no jugaría con el fuerte ni con el barco pirata, aunque tuviera todo el equipo y la otra goleta y toda la colección de indios, vaqueros o soldadesca. No, no juego. No jugaría. 35 años, joder. Y a un arcade de bar, que vale, que está muy guapo, que te quedas con la peña, que lo enseñas en casa y lo flipan.  Verlo en el salón. Yo lo he flipado y es un detalle muy de jugón pero también un poco de ¡ande vas, flipao! Sin duda es un ajuste de cuentas con el yo que eran cuando necesitaban 25 pesetas para cada partida del Súper Mario o el Street Fighter 2. Ahora ya no. Se lo debías a tu yo de 10 años o de 12 pero ya no le satisface porque el deseo no tiene memoria o si la tiene, no es del todo viva o real, sino reconstruida y más apariencia que realidad. Lo de los arcades, claramente y la habitación de los clicks, también. El niño de 10 años me mira y no lo aprueba, no quiere eso. Lo quería, sí, pero ya, no. Y me encantaría poder hablarle y preguntarle por qué me mira de esa forma, en qué está pensando y qué quiere, si es que quiere algo, pero por más que intento hacerle hablar, es inútil porque es un mero recuerdo, recuerdillo incluso con menos consistencia que un holograma y los recuerdos no hablan y no sirve la retroactividad para que el pasado se exprese sobre el presente en términos relativamente inteligibles. O sea, que no. Que no. Y ya está. La habitación de los clicks ya no es una zanahoria.


Mi propio programa musical de radio
Desde siempre ha sido un sueño porque soy oyente de radio desde que tengo memoria, en la cocina de mi abuela mientras preparaba la comida con cuñas míticas de la radio como la de Muebles Molina, que la adaptaron en clave surf el grupo Los Portazos en su primer disco por cierto, las voces míticas de la radio local, los programas, los informativos y sobre todo esa presencia constante, esa compañía, la magia de la radio, que llaman pues todo eso, siempre he creído en ello y me atrevo a decir que lo he sentido, he sentido esa magia luego, la música, que es algo que sí que es mágico, totalmente mágico y que también tiene un componente químico, como de alquimia, que produce reacciones físicas, del cuerpo y que me cambia, a mí y a todo el mundo supongo, actúa por dentro y remueve sensaciones a un nivel y a una profundidad en la que no hay casi nada más comparable, eso es para mí la música. Esto es un tópico, lo de la magia de la radio y el poder, venga, voy a decirlo, el poder curativo de la música, son tópicos, vale pero creo en ellos, siempre he creído en ellos y es uno de los muchos tópicos con los que podría definirme, a los que me agarraría en mitad de la tormenta. Siempre me pareció muy difícil la radio, hacer radio, entrar en la radio, noséporqué, muy pocos locutores, muy pocos puestos de trabajo y cada vez menos. Hice unas prácticas, bueno no pueden o no podría ni llamarlas así, antes de empezar la carrera de periodismo, fui un mes a ayudar en la radio local y me desengañó muchísimo, tenía que escribir el guión, todo un día de trabajo para escasos cuarenta minutos de programa local y además era de deportes, el programa, no sé por qué, pero fue un palo, por el amor a la radio, a la magia y todo eso, pues ni magia ni nada, era más bien pesado, un poco horrible y como primera experiencia, como primer contacto, fue una auténtica desilusión. La zanahoria se deshizo, se esfumó. Al haber tenido ese par de malas experiencias al poco de salir del instituto leyendo boletines y leyéndolos muy mal, trompicándome, a tirones, pues pensé que no era lo mío. En fin, que mis primeras experiencias pues fueron malas y después pasé a la prensa y bueno, me tocó escribir. Escribir es otro vicio desde chico, así que bien. La radio se fue quedando ahí, siempre encendida en mi casa y ya está. Es cierto que en la época de la universidad, empecé a colaborar con un amigo que tenía un espacio musical los fines de semana, Antonio, y era un programa musical, Caídos del cielo, que creo que era un título de una novela de Ray Loriga, nunca la leí y no estoy seguro pero creo que duraba par de horas, había tiempo para recrearse en las recomendaciones y para escuchar canciones que estaban realmente bien. Hablamos del 99 o quizá 2000. Y me iba a Dos Hermanas, los sábados porque estudiaba en Sevilla y cogía el tren, pinchaba algunas canciones, no recuerdo cuáles, charlábamos y bueno, estaba realmente bien. Me reconcilié con la magia de las ondas. La había allí. Rollo indie. Pero era como un aperitivo. Mi espacio era híper reducido, Arrancó porque fuimos a presentar un fanzine que sacábamos. Y ya volví las siguientes veces, como a hacer una sección. No sé hasta dónde llegaba la onda. No estaba claro que nos escucharan en toda Sevilla, pero en muchos barrios, sí. Estuve yendo menos de tres o quizá cuatro meses, igual no llegó ni a dos. Radio Libertad, se llamaba. Una señal, ¿no? El nombre me gustaba. El destino está en los nombres. Siempre que puedo, lo recuerdo. El destino está en los nombres, es así. Radio Libertad de Dos Hermanas, en Sevilla. El caso es que hace más o menos un año, me empeñé en sacar un programa de radio. En hacerlo. De música. Solo de música, solo canciones. La música que yo quisiera. Más o menos escogida, más o menos especial y ya está. Uno lo concibe al rollo americano del show. Show radiofónico. En plan tal. Con voz engolada. Bienvenidos al show. Luego el glamour es menos. Y la selección músical pues es un poco como hacer cócteles, hay que nacer. El buen gusto no lo regalan con la prensa y es difícil que no se note que tienes un gusto pésimo para elegir canciones. Cualquiera puede hacer un mojito pero que un mojito sea memorable pues no es nada habitual. Yo hacía lo que iba pudiendo, pero bueno, nunca me ha gustado hacer lo que se puede, pienso que hay que hacer hasta que no se pueda más. Hacer lo que se puede es casi siempre hace poco o hacer menos de lo que crees que debes hacer o es así para mí al menos.

Creo que lo que pasa en España con las licencias de radio es verdaderamente inusual y que condiciona de una forma muy notable el espectro de opciones en el dial. Muy especialmente en el caso que hablemos de radios musicales, de música, vaya. La música que se puede escuchar y la que no. Y también, la música que la gente escucha y la que no. Esto ha cambiando considerablemente en los últimos años, al decir últimos años, me refiero más bien, al cambio de siglo, del XX al XXI, año arriba, año abajo. En los ochenta, era otra cosa. En los noventa, incluso, era distinto. Uno tiende a pensar que lo vive actualmente es lo peor del mundo, probablemente no sea cierto, y el fragor del ahora no ciega y nubla la perspectiva.


El primer beso con lengua es un ocho en la escala de la felicidad. Es una frase de la serie House. No sabría precisar el capítulo, es del episodio del niño chillón autista con espamos que (Alerta Spoiler) come arena. Es un episodio muy regular pero la frase es buena. También sale una adolescente rubia que se enamora perdidamente de House y es porque (Alerta Spoiler) tenía algún tipo de enfermedad que no me enterado bien cual era. Un Lolita patológico de subtrama para contrarrestar los gritos del niño infectado. Pero es la frase lo que viene al caso. La escala de felicidad. Puntuar en la escala de felicidad. Los hitos: el primer beso con lengua, el primer revolcón serio... Y en el fondo, después de un tiempo de sequía o tras la convalecencia de un sincero desamor, cualquier mínimo ósculo o leve rocecillo es como el primigenio u original, es un permanente comienzo en labios, pieles o cuerpos que no son del todo ajeno, tras haber vivido en el cerco familiar de unos brazos concretos con su concreto diámetro y sus concretos abrazos de una determinada forma porque esto es algo de lo que muy pocos se aperciben, que no todos abrazamos igual aunque lo parezca, con los besos es evidente y de ahí para arriba pues más claro todavía. Los hitos, decía. Las primeras veces que vienen a ser todas cuando uno se pasa una temporada en el infierno. Y la escala de felicidad, que cambia. Cada día. A cada rato. Sin apenas darnos cuenta. Es un ocho hoy y mañana, lo mismo no lo apruebas. No hablo de los besos con lengua, sea el primero o el vigésimo noveno, sino del examen íntimo de emociones. A mí me pasa, no digo que le pase a todo el mundo. La escala de felicidad es sus hitos si que es más homogénea para todos los que besan o meten la lengua por primera vez o por la vez que sea. La escala de felicidad de meter lengua es común. La abstracción del lengueteo más básico que nos viene a la cabeza es muy automático, corriente diría. Pasa con todos los fluidos. Que nos unen. En nuestros distintos sentires. No así en los sentidos, en los que las escalas no valen. A veces la felicidad es eso, un sentido. Un aroma. A veces la felicidad viene como un olor agradable. Como un jardín invisible que nos rodea. Eso es exactamente, con o sin escalas. Como concepto común. Un jardín invisible. Un buen olor intangible, embriagador. Si no embriaga, es discutible que pueda ser llamada felicidad y que te responda. Felicidad, ven para acá. Y la felicidad como si no fuera con ella, porque no sabe que nombre es ese. Es bueno que cada uno bautice su jardín invisible, que le ponga nombre. El destino está en los nombres. En gran parte en los genéricos, pero sobre todo, en los propios. El destino está en los nombres propios. Raquel Cruz González. Mi primer beso con lengua. Quizá no era González y era Guerrero. Antes no fallaba en el segundo apellido. Cruz, era seguro, me doy cuenta que he llegado a la mitad de mi vida, como la canción del grupo de Donosti, La Buena Vida, que se llamaba así, La mitad de nuestras vidas, pues me doy cuenta que los 35 son el claro ecuador de la expectativa media de vida muy claramente porque se me olvida el segundo apellido, el de casi todo el mundo, los nombres me salían de corrido, ya no y muchas veces, ni el primero. El destino está en los nombres. Y se me está olvidando mi destino, quizá escribo esto por eso. O quizá eso sea estirar demasiado la goma y forzar ya las comparaciones y metáforas. No lo sé. A otra cosa. Cruz González. O Gutiérrez. O Gómez. O Guerrero, la mitad de una vida, la mitad de cosas olvidadas, el desierto de los segundos apellidos, pues ella. Raquel. En mi escala de felicidad se quedó en un seis. Seis medio. Mi primer beso con lengua. No fue un ocho, como decía House. Era áspera y fina. Como un cactus rosa al que aún no le habían nacido pinchos pero ya asomaban y entró directa a mi boca abierta en forma de o. Como si fuera a rellenar el hueco y en la operación, sentí ese tacto desagradable y directo para después en el río de saliva que acompañaba al movimiento, acomodarla mejor e irme haciendo a la idea de darle juego a la lengua. Y después muy bien. Quiero decir, que un 10 cuando la lengua de Raquel se encontró del todo con la mía y nos acoplamos mejor con los brazos. Era media tarde. Recuerdo el banco. Recuerdo la plaza. Tendría quince años. Para primer beso, iba tarde. Quizá eran dieciséis. Fue un poco decepcionante pero me esmere en la búsqueda de sentido a eso de chocar lenguas. Me costaba entenderlo y cada resultaba más natural simplemente lamerse como perros, como los cachorros, como los animales. Entonces, mejor. Al animalizarlo. Estoy pensando que si lo lee la tal Raquel, qué vergüenza, aquí dando los dos apellidos, qué imprudencia por más que esto sea un blog personal. Un beso, Raquel. Si lo lees, después de tantos años. Hablar de las mujeres, mal siempre. De los amores. Un beso, de todos modos, y mis disculpas anticipadas. Hablar de los besos, bueno. Tiene un pase. Hablar de ellos con cariño, claro. Con cierta ternura. Sin tono... Cómo decirlo. ¿Truculento?  Al final tiene sentido olvidar los segundos apellidos, y en general, todo. Olvidar era necesario, útil, librarse de recuerdos como el que formatea un disco duro y que lo limpia para que quepan nuevos archivos. Formateo terapéutico cada cierto tiempo. Se nos peta el disco duro a cada poco y hay que desembuchar, hay que echarlo de algún modo. Echar los bichos. Purificación. Fui lento porque con 15 me veo mayor para besos primeros de iniciación pero a los tres meses, o quizá cinco, perdí la virginidad con la segunda con la que me besé con lengua. Yepa. A tope. No nombro y recuerdo el pack completo, de nombre y dos apellidos. Pero dejémoslo ahí. Tuvo otro recorrido. Pero que de 0 a 100 en cerocoma en materia amatoria. Una adolescencia convulsa. Esa aceleración fue un 8 en la escala de felicidad de mi yo de 16. O quizá un 10 y ahora le quito importancia. Ver las cosas con el tiempo siempre nos permite apreciar nuevos matices. De hecho, ahora lo veo como un berenjenal de mucho cuidado que vete a saber. Las escalas de felicidad que es a lo que yo iba. Y las notas. Las puntuaciones homologables, si existen, si son posibles. Porque hay un conjunto de experiencias que nos son comunes. Las primeras veces para todos y su traducción en nuestro particular ranking. A eso me refiero, ahí quería llegar. Todas las primeras veces. Algo parecido es cómo quería titular mi primer disco con Enrique Octavo: Muchas primeras veces.

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