En contra de la tolerancia, desde siempre. Por varios motivos pero principalmente por la superioridad moral que se otorga a sí mismo el que lleva a cabo la acción de tolerar al otro. Es decir, el que tolera siempre está por encima del que es tolerado, al menos en un plano simbólico que será sutil, de acuerdo pero es y se le concede esa condición de admitido, de válido, de pertinente desde un estatus y ese nivel, esa posición o ese privilegio de decir sí o no es lo que más se me atraganta.
La tolerancia es una forma de marginación.
Desde ese punto de vista, la tolerancia es un método de exclusión en el fondo. Y siempre el fujo va de la mayoría a la minoría, es decir, la minoría es tolerada por los que simplemente son más y ese valor numérico que va ligado a la legitimación que da el tiempo principalmente, pero también a las constumbres, las tradiciones, las modas o los usos allá donde fueras, tiene muy poco peso desde una perspectiva de individualismo militante.
La tolerancia se practica con grupos sin cara.
La tolerancia no va más allá del colectivo, no se detiene en las circunstancias personales de los tolerados o tolerables y no le importa.
La tolerancia es mala. A secas, es mala con unos y otros.
Y creo que eso es todo.
Desde siempre, la intolerancia por bandera. No hace falta disimularlo. Es preferible a la larga ser intolerante de primeras porque en el fondo, el que tolera, el tolerador o el grupo de toleradores no lo hace con gusto o por convencimiento o por dar uso a su inteligencia sino que toleran porque no les queda otro remedio y eso es ser intolerante en el fondo, lo que significa que, en definitiva, hay una inversión de términos muy propia del mundo moderno y que al final se le ha querido dar entidad en valores a un concepto que no se sostiene por sí mismo.
Y es lo que pasa cuando se llenan de aire caliente los eufemismos.
Y es por eso que lo escribo aquí.
Al menos para dejar constancia de mi postura: En contra de la tolerancia, desde siempre.
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