Hoy me he acordado de un amigo que me enseñó un relato y le di un consejo. Eran dos relatos, en realidad. Uno de ellos, más experimental, escrito con doble o triple interlineado, sin mayúsculas ni puntos. En personales espacios. Aunque no me pidió explicitamente consejo, sí que me preguntó por mi opinión sobre lo que me había enseñado, en especial, el otro, el relato bueno: trescientas palabras, un folio mecanográfiado normal, con puntos y comas, también mayúsculas y tachaduras, corregido en primera instancia y mucho más legible. Me sorprendió que llevara los dos borradores en el abrigo, bolsillo interior, doblados en cuatro partes. Estábamos fumando a la puerta de un bar, sentados en un bordillo. Debían ser las cuatro y media de la madrugada. Viernes o sábado. Creo que viernes. Leerlo aquí no es buena idea, dije. Antes de terminar la frase estaban desplegadas las dos hojas delante mía.
Dar consejos es de idiotas. Lo digo ahora que el idiota soy yo. Con cierta ventaja. Pedir opiniones es reiterativo, todos suelen darla sin necesidad de requerimientos. Basta mantenerse medio minuto en silencio y la opinión aparece como si nada, se vuelve corpórea tras ser enunciada, como una invocación insconciente de una entidad mágica. Las opiniones funcionan igual que los fantasmas, igual que las apariciones concretamente. Por eso asustan, claro. Se aparecen de pronto. Pienso ahora, con el tiempo, que la mayoría al pedir una opinión con palabras o con la mirada, queremos ratificarnos en que lo que creemos que el otro piensa, comprobar si nuestra percepción es la correcta. Tener la certeza de saber si lo que piensa es lo que nosotros creemos que es. Por eso decimos: Dame tu opinión. Para comprobarlo. Lo que nos trasmite su gesto. Es aprobación lo que se busca. Aprobación por no decir amor, palabra maldita. Eso creo ahora que me voy haciendo más viejo. Siempre he sido un poco viejo desde pequeño. Es todo un juego de aprobación, en términos generales. En un par de palabras. Lo apruebo. Algo efectivo, corto y directo. Está bien. Me gusta. Suena fino. Tiene gancho. Buen trabajo. Mola taco. Dar un consejo que no te piden, cuando alguien espera exactamente ese sencillo par de palabras con gesto de visto bueno, es una idiotez. Una de mis últimos idioteces y la más involutaria o equivocada de las que recuerdo.
Nadie quiere consejos igual que nadie quiere entradas de blog, por el mismo motivo que no quieren más canciones de amor o cantantes que le canten al amor por exceso o por defecto. La palabra maldita vuelve a aparecer. Amor por defecto. Será lo mismo que desamor. Palabras malditas. Nadie quiere nada. Ni falta que hace. Esa falso paradigma de la creación bajo demanda es muy dañino. No hay tener en cuenta la demanda. Como si fuera amor. Otra vez, lo siento. Es solo oferta. Se oferta amor. Como se ofertan relatos, como se ofertan blogs, canciones de amor o de lo contrario, poemas, claro, los poemas... Amor en todas sus formas. Solo oferta. Es lo curioso. Después de soltar mi consejo, mi amigo me dijo: ¿Sabes por qué hago esto? -refiriéndose a escribir relatos supongo- Lo hago para que me quieran. Por amor. Para que me amen, añadió. Amor otra vez. Maldita palabra. No sé si después de oír eso le di un abrazo o solo lo pensé. Eran las cuatro o las cinco de la mañana, como dije antes, hora idonea para exaltar la amistad. Aquella claridad en su exposición, lo hago para que me amen, me pareció sublime. Una buena explicación. Concisa y convincente. Un rato antes me había dicho que hacía mucho tiempo que no escribía. Unos meses antes nos habíamos visto y tenía una novela en ciernes. Ahora me dijo que prefería cuentos. Cuentos cortos. Nada que le convenciera, en realidad. Tenía varios cuentos escritos hace poco y que no fuera muy duro, que estaba sensible. Algo así me dijo. Eso fue tras oír mi opinión, creo. Reculé un poco. Le dije: No sé si me has entendido bien. Eso fue antes del consejo. La opinión salió sola tras treinta segundos de silencio después de despedir a la amiga que me presentó y ante que la doblé son soltura los dos folios en cuatro partes iguales. La opinión siempre sale. La resumiré. Le dije que el relato estaba mal explicado. Buenas explicacíones o mala explicaciones, todo se reduce a eso. Y a lo que no está explicado, claro. Tres categorías en la que quizá quepa una cuarta, lo que no se puede explicar. Cuatro categorías, mejor.
Hablar sobre las lecturas recientes antes de entrar en el capítulo de los últimos escritos me parece un consejo sensato. Lo hice. Pregunté. Antes confesé que llevaba meses sin encontrar nada que me gustase. Él me dijo que estaba leyendo cuentos de Juan Rulfo. Le dije que lo intenté hace años con Pedro Páramo pero no lo terminé. Le interesa ese estilo, me dice. Escueto. Con metáforas potentes pero escueto. La palabra potente no fue la que utilizó, la pongo yo pero quiso decir algo parecido. Por otro lado, apuntó, que fuera sencillo. Creo que le entendí cuando dijo eso de sencillo, a pesar de no haberme terminado Pedro Paramo. La conversación se va rápidamente por otros derroteros, menos de estanteria. Pasamos de lecturas a la escritura y del estilo, a la confianza en uno mismo o los báremos para autoevaluarse y revisar o corregir lo que uno va haciendo. Mediocre, dice él. ¿Cómo saber que no es mediocre? No tengo respuesta para eso. La palabra mediocre la repite al menos cinco o seis veces. Como si fuera el estribillo de una canción pero sin ritmo ni música. Una de las veces la acentúa con un golpe de cejas. Durante ese transcurso de la conversación nos pedimos un ron cola para él y un refresco energético para mí. Estábamos de pie apoyados al final de la barra, la esquina estratégica del camino a los servicios. Esa noche me había propuesto no beber alcohol porque tenía que coger el coche de vuelta. Aún no estaba del todo lleno el bar. Entonces, con las nuevas bebidas casi enteras me sugirió: Salimos a fumar un cigarro.
Me sorprendió ver desplegados los folios blancos tan rápido al salir a la puerta. Me ofreció un cigarrillo. No tenía yo la menor disposición para leer y menos aún para emitir un juicio sobre lo leído, y de algún modo se lo hice saber, con sutiles maneras supongo pero nos sentamos en un bordillo próximo a la entrada, y eso nos dio otra intimidad. Había media docena de personas fumando en la puerta del local. No pude negarme. Tenía los párrafos en las rodillas antes de darme cuenta y el cigarro recién encendido. me dio fuego él. Empecé a leer. Eran dos folios. Uno con el tipo de letra más grande del habitual. Una redacción más creativa. Más deslabazado. Como prosa poética. Sin puntos ni mayúsculas. No suena mal. Se entiende poco. Es muy corto. Hay más de un doble espacio entre las líneas. Antes de terminarlo, me dice que el que está bien es el otro. Tiene correcciones en color rojo. Parece más trabajado y al primer visto resulta mucho más legible. No hay una gran iluminación en el bordillo para leer a esas horas. Allá voy.
Ni siquiera llevaría medio cigarro fumado. Bocanada y segundo relato. Empieza bien. Cuesta entender alguna parte pero bien. En el tercer párrafo hay sexo. Bien. Nada explicito. Bien escrito. Me esforcé por centrarme en cada palabra y no buscar atajos en vertical para leer rápido. Me mantengo concentrado. Estaban en la cama. Costaba no saltar detalles. La gente que iba llegando al bar nos pasaba cerca, hacían ruido y yo levantaba la cabeza de las líneas al oir tacones básicamente. En el relato seguían en la cama. No estaba para leer, lo dije antes, leer a esa hora y menos sobre personajes encamados. Lo terminé y no supe qué decir. Tiré el cigarrillo en dirección a una alcantarilla que estaba a un metro.
En ese momento antes de que el silencio durase medio minuto e hiciera brotar una inevitable opinión, llegó una conocida de mi amigo y él se levantó a saludarla. No llevaba tacones, así que no la oí llegar. Mientras él hacía el ademán de presentármela, me aupé desde el bordillo con cierta maña para doblar el papel del relato a la vez sin resultar llamativo. La chica estuvo un rato hablando de algo, no recuerdo qué. Era una chica habladora, Los viejos tiempos. La ruta. Los bares a los que habían ido esa noche. Los recuerdos de los viejos tiempos en unos bares y otros. Eso aplazó mi juicio sobre el relato. Era inminente. Se le acababan los temas a la chica. Los viejos tiempos. Los bares de siempre. La ruta. Los dos folios seguían en mi mano.
Nos conocemos desde hará más de diez años. Quizá menos pero da vértigo pensarlo. Nos vuelve demasiado viejos a los dos. Me siento identificado con él. Con mi vocación. Con sus inquietudes, las tuvo siempre. Inquietud es una forma de llamarlo, al escribir relatos, al leer. Hablo de mi amigo. Se llama... Bueno, qué más da el nombre. Llamémosle él. Cuando no me refiera a él, seré yo. Él o yo. No tiene mucha pérdida. No hacen falta los nombres. El destino está en los nombres he escrito en alguna poesía. Nos conocimos hace más o menos diez años, quizá más quizá menos, en un curso para actores en la Universidad por el que daban créditos de libre configuración, creo que tres. Ninguno de los dos hemos sido actores después. O eso creo. Quizá alguna obra de teatro aficionado, pero creo que no. Sobre todo recuerdo el curso por haberle conocido a él. No fue gran cosa el temario. Técnicas de respiración. Improvisación. Sobre colchonetas. Chandal. Descalzos. Con ejercicios aeróbicos que no parecían muy ortododoxos. A los pocos meses, yo iba a hacer el curso de acceso a la Escuela de Arte dramatico. A mediados de septiembre. El curso fue en junio. Esperaba algo mejor. Peor fue cuando me tocó presentarme a la prueba de selección de la Escuela. Suspendí el teórico. Comentario de texto, me quedé a las puertas del examen práctico. Ni siquiera tuve que hacerlo. Quedé en el primer corte. No fui actor, pero lo intenté. Lo intenté hasta el teórico, corto intento pero es algo. Y bueno, en un par de obras igual sí en estos años, creo haber participado. Me gusta el teatro aficionado. Y escribir, lo sigo haciendo como siempre. Sin querer. Pienso que a mi amigo, a él, le pasa lo mismo. Escribe sin querer. Hemos coincidido en los bares con los años y al reconocernos las caras, lo más prudente siempre era saludarnos. Hola, qué tal. Pasa a menudo con los conocidos, o con personas con las que has compartido un curso de un par de días o que has conocido a través de otra persona una noche y te las presentaron solo una vez o hablastéis poco, que al volverlos a ver, no sabes si saludar o no, por si se acordará de ti o no te ubicará. Pasa con frecuencia. Opción no saludar o todo lo contrario. En nuestro caso, todo lo contrario. Hola, qué tal. Sobre literatura no sé cuando empezamos a hablar. En algún momento. Hasta este día nunca había leído nada suya, a pesar de tener noticia de algún libro de poemas o algún cuento que tenía. Lo mismo al revés, él sabía de mi intentos de novelas, los fallidos y los incompletos, y de algunas poesías más o cuentos. Es parecido, por eso. Me identifico, por esa forma inconstante de escribir que a la vez no termina nunca. Un impulso muy concreto que está y ha estado siempre pero nunca del todo. Por el motivo que sea. Esa forma de escribir. Ese estado de querer escribir. Me siento plenamente identificado. No sé cuando empezamos a hablar de literatura, ni a cuento de qué o quien. Tampoco sé cuando salió el tema de nuestros propios proyectos de autoría pero con el tiempo y los encontronazos, ya que pocas veces quedábamos, tomamos la constumbre de preguntar: Y, ¿qué? ¿Qué estás escribiendo ahora?
Escribir. La fábula de la vasija. La cuento. Estaban unos discipulos ante su Maestro y le enseñó una vasija grande poniendola ante ellos, sentados en círculo. Después cogió del suelo piedras de diverso tamaño y les preguntó: ¿Cuántas piedras pensáis que caben en la vasija? Los alumnos dijeron un número. El Maestro comenzó a introducir el número de piedras que ellos dijeron hasta que llenó la vasija. Preguntó: ¿Está llena? Los alumnos asintieron, pero ante su sorpresa el Maestro sacó otra vasija con piedrecitas de gravilla, introdujo esta gravilla en la vasija grande . El Maestro con una sonrisa irónica repitió: ¿Está llena? Los alumnos dudaron. El Maestro dijo, tal vez no, y a continuación cogió otra vasija con arena y la volcó en la vasija grande, la arena se filtró por los más pequeños recovecos. ¿Está llena? Preguntó de nuevo. Los jóvenes dijeron que no. ¡Muy bien! Entonces el Maestro sacó una vasija con agua y comenzó a verterla en la vasija grande llenándola aún más. Al llegar el agua hasta los topes, el Maestro miró a sus discípulos y dijo: Ahora está la vasija llena, recordadlo. ¿Cuál es la enseñanza de esta historia? Escribir es llenar vasijas. ¿Qué vasija estás llenando ahora mismo? Es el mismo proceso. Siempre hay y habrá espacios de la vasija que ni siquiera sabíamos que existían. Espacios a llenar no previstos. Estábamos a otra cosa. Como los discípulos. Concentrados en ajustar las piedras, primero en encontrarlas del suelo y después, muy concentrados en juntarlas bien, lo que sería exactamente igual con las palabras, pendientes de su forma y de que fueran cupiendo sin chocarse en cada hueco con armonía. Cargar con piedras, me gusta esa imagen a la hora de pensar en la elección de las palabras cuando estás escribiendo. Cargar piedras. Una piedra. Otra piedra. Como haciendo un camino. Poniéndolas en fila. Le puse un ejemplo a mi amigo después de que se fuera la chica que había saludado.Un ejemplo que tenía que ver con la construcción del relato. Es decir, habilidades constructivas. Como el que levanta un tabique. Sirve lo de las piedras, como el que que monta con cada palabra, un muro. Un muro de palabras. De algún modo lo identificas. Entiendes a los muros. La colocación de las ventanas. El lenguaje de las piuertas. Los muros deben entenderse con facilidad. Su relato era como una choza. Quizá dije eso, con esas mismas palabras. Su relato era una choza. Había juntado las ramas. Como se construyen los nidos, ramas y raíces. No había un plano. Se notaba que no tenía un plano. Le faltaba el trabajo del arquitecto. Pero tenía vida. También usé esas palabras exactas. Tiene vida. Creo que mi amigo no me entendió del todo.
Hay cosas que no se pueden explicar. Nunca las tenemos en cuenta. Es como los problemas sin solución. Existen los problemas sin solución en matemáticas. No los tenemos en cuenta. Es como los huecos de la vasija. Nos damos cuenta de que existen después de creer que la tenemos llena. Todo es dar explicaciones, al fin y al cabo. Hay cuatro formas de hacerlo. Hay cuatro categorías: explicarlo bien, explicarlo mal, no explicarlo y no poder hacerlo. Son cuatro. Se nota rápido cuando algo está mal explicado. Mi amigo me preguntó al poco rato: Pero, ¿se entiende? Claro. Lo entiendo. Pero no entiendo lo que hay que entender. No lo entiendo, por lo tanto. Entiendo lo que está bien explicado, entiendo incluso lo que está mal explicado, no entiendo lo que no está explicado y me interesa lo que no se puede explicar. Siempre tenderá a interesarnos lo inexplicable, es mi teoría. La clave para llegar al agua que llena del todo la vasija es controlar lo que no se explica. Esto se lo conté a mi amigo, en otros términos pero también es que eran casi las cinco de la mañana. Las cinco menos poco. El relato debe terminar con una frase que se escriba después de la última realmente escrita y que se lea solo en la mente del lector. El relato lo termina el que lo lea. Algo así dije. No podría asegurar si nos encendimos un segundo cigarrillo pero es muy probable que sí.
El lector resuelve antes el misterio. Lo que no se explica también puede ir en esa última frase invisible y no escrita. Es una apelación a la sagacidad ajena, como si fuera un mantra que no concluye pero no dejándolo inconcluso a posta. En ningun momento he mencionado nada del argumento del relato de mi amigo. Conforme nos hacemos mayores parecen converger todos los argumentos. Había sexo. Lo dije. Pues bien. Era una pareja en la cama. Pasa algo. Él, el personaje del cuento, se da cuenta de algo y siguen en la cama. No se específica si la cópula estaba iniciada. Quizá se intuya que sí hacia el segundo o tercer párrafo, pero desde luego no se indica el final o si hay final. Tiene un breve diálogo y termina. Final abierto. Es un folio. Trescientas palabras. Es, en resumen, un pensamiento del personaje principal mientras está en la cama con la chica haciendo algo que no se sabe. Siempre hay una chica. ¿Qué me explica? Su pensamiento y la posterior asunción de la conclusión. El pensamiento del personaje en ese momento. ¿Qué no me explica? Muchas cosas: cómo se conocieron, son pareja habitual, es la primera vez que se acuestan, llevan mucho tiempo acostándose juntos, realmente están haciendo algo, tampoco necesito detalles pero... ¿es la casa de ella? ¿vive con alguien más? ¿pueden hacer ruido? ¿la quiere? ¿ella le quiere? ¿qué es lo que más le gusta del otro? ¿se conocen desde hace mucho? ¿hacen buena pareja a ojos de las amistades de uno y otra? ¿empezaron saliendo en plan cita o directamente en la cama desde el primer día? ¿Es una cama de matrimonio o de noventa? Muchas preguntas. Todo el plan de cimentación para tener licencia de edificabilidad, una casa homologada con nuestra choza, el hogar inicial. Todo lo no explicado. La choza es una porción de nuestro propio corazón, puro amor. Usando otra vez palabras que deberían prohibirse. Una biopsia con tejado a dos aguas. Tiene vida. Yo se lo dije: Tiene vida. No me escuchó. Quizá no me expliqué bien. La choza es lo que importa. Eso se lo repetí a mi amigo pero creo que él se sintió defraudado de que mi respuesta no fuese más escueta y directa. Me gusta. Está de puta madre. La palabra choza no le gustó. Mi idea era como algo que construyes con tus propias manos. Como las casas de barro. A él lo de que su relato fuera como una casa de barro no debió parecerle algo bueno. Le dije tiene vida. Pero la vida muchas veces tampoco parece algo tan bueno, ¿no es cierto? Dio igual.
Mi consejo. Escríbelo en tercera persona. Le dije que tenía que salirse del relato. Que así podría contar mejor la revelación del personaje, explicarla mejor. Y situarlo en un tiempo. ¿cuánto dura un pensamiento? Dificil de precisar. Pero dime todo, donde fueron antes: a cenar, al cine... No irían a la cama directamente. El tiempo del relato. Que cada párrafo remita a una unidad de tiempo. ¿Cuánto dura un cigarro en la puerta de un bar? Esto es demasiado. ¿Dos cigarros en la puerta de un bar? No dan para tanto, ni leyendo ni aunque te encuentres a gente a la que saludar. En este caso, fue un rato largo pero tampoco me explico del todo bien. Por otro lado, hay momentos más importantes y otros menos. Momentos inevitables que hay que contar de todas todas. Tengo la teoría de que a todo el mundo le interesa el momento de conocerse, el momento en que se conocen. Siempre hay una chica. ¿Cuándo la conoció y cómo? El acoso de las cotidianas soledades genera esa curiosidad. Es lo difícil, conocer gente y es lo que puede tener historía, una anécdota detrás. Conocer a alguien de una forma especial es un buen comienzo de una historia. Es contarla. He contado cómo conocí a mi amigo. Bien explicado espero. Debe ser así. Como lo contarías en la barra. En una tranquila o en una más transitada. En el sitio estratégico junto a los servicios, contarlo como lo contarías ahí. Con cierto bullicio. O en el mismo bordillo de la puerta. Con un cigarro. Contarla, bien explicada. Más allá de un pensamiento. Si me cuentas una visión que tuviste mientras estabas en la cama con tu novia, vas a tener que elegir bien las palabras para que te entienda del todo y no sea en algun momento incomodo para uno de los dos. Ahí entra en juego: lo que no se puede explicar. Cuatro categorías: bien, mal, lo que no y lo que no se puede. En los imposibles está el motor del mundo, hay que ser ciego para no darse cuenta. Puede que en los imposible esté también el motor de las historias. Está, en esta historia, un imposible bastante curioso. Yo me quedé con ganas de preguntarle: Pero a ver, ¿eso con la chica te pasó a tí? Y por los datos que daba, era posible que fuera una chica que yo conocí unos cuantos años atrás. No le pregunté directamente, claro. Tampoco eran datos concluyentes, una suma de varias casualidades curiosas en el relato. Enumerarlas supondría destripar del todo el argumento de lo que me enseñó mi amigo. Pero había coincidencias. Podía ser. Nos movemos por los mismos bares, ya dije. Era casi obvio que el relato estaba basado en hechos reales y lo sorprendente es que quizá eran también chicas reales o chica real, más bien. Siempre hay una chica, con una es suficiente la mayor parte de las veces. En lo que él había escrito, la chica tenía un nombre pero me dijo en algún momento que era un nombre inventado. Que no se llamaba así. Era una forma de reconocer la existencia de la chica. Si no es un nombre real, es porque existo otro nombre que es real, luego la chica es real. No me contestó si la experiencia le había pasado a él o no. Antes de entrar en este tramo de la conversación, ya habíamos vuelto al bar él con su ron cola y yo con lo que me quedaba de mi bebida energética. No dijo si el personaje principal era él mismo, así que no tuve valor para preguntarle por ella.
Mi abuela decía muchos refranes. A cada momento soltaba un refrán. Muchas veces me arrepiento de no haberlos anotado. Consejos vendo que para mí no tengo. No los tengo, esa es la verdad. Escribirlo en tercera persona, claro. Como si no hubiera tenido que cargar con cada palabra hasta encontrarle el sitio preciso, y quieres cambiar ahora las piedras de sitio o por lo menos mover el cemento que las une. Vaya consejo. Terceras personas a buenas horas. Cuando tienes el muro recién hecho en el bolsillo interior de la chaqueta una noche de viernes deseoso de enseñarlo. Hacer un plan. Un consejo. Planos, hacer unos planos de una casa... Explicar. Para qué. Se entiende. Pues entonces. No hay nada que explicar. Ellos están juntos y él lo piensa. Lo piensa y eso es lo que cuenta el relato. No hay más porque no quiero que lo haya. Qué más da. La vasija ya está llena. Hay una piedra más importante que el resto. Piedras pulidas. Me gusta una frase. La pensé mucho. Todas las frases estan bastante pulidas aunque pueda no parecerlo. Menciona un libro. Opiniones de un payaso. Hay una cita. Aparentemente está todo. Me cuesta llamar a algo hogar. Es dificil sentirse en casa. Ese folio es mi casa. Mi hogar. Solo lo abro para que me quieran. Para que me amen. Por amor.Tengo la hospitalidad de acogerte en mi relato, debes ser amable, tampoco te vas a quedar a vivir en él. Ni que tú fueras el Maestro. Ni siquiera eres tu abuela. Dar consejos que no tienes. Creer no solo que me ha pasado a mí la historia y que la camuflo con cierta ficción sino ir aún más allá pensando que te pasó a tí y que la conoces a ella. A la chica. Egoismo puro. Como si todas las historias fueran tuyas. Como si debieran serlo. Como si yo le hubiera escrito un cuento a una chica que me gustó y sea un relato del que me siento mínimamente orgulloso y un viernes que nos encontramos en un bar mientras fumamos un cigarrillo en la puerta te lo dejo leer y en lo que estás pensando es en si te has acostado tú con ella antes, por algo que has leído, un par de coincidencias o un par de casualidades.
Sí. Lo siento. Sé que parece dificil de explicar pero es eso exactamente lo que pasó. Y sinceramente, lo siento. Dar consejos que no tienes. Ese era el título. Que no tienes. El mundo está lleno de agoreros y cercenadores de ilusión que ponen pegas o peros a todo o roban el entusiasmo de los demás simplemente para asegurarse ellos que la apatía y la desgana andan mejor repartidas. Lo siento de veras. Tiene vida. Lo decía en serio. Es una choza digna. Lo importante es sentir tu hogar. Tenerlo. Querer que te quieran ya es mucho, de verdad. Lo siento. Es solo oferta. Consiste en eso, me he dado cuenta unos días después, Es amor. Es solo oferta. Se siente. Es ese el nivel de alcance. Tiendo a pensar que todo tiene una explicación, que debe buscarse, que las casualidades tienen significado. Que pasa lo imprevisto. Que ocurre lo imposible. Que era ella. Que la conocía. Que yo mismo había pensado lo del personaje. Egoismo puro. Me leo a mí. Quiero leer lo que dicen los manuales. Dar los consejos que no tienes. Tercera persona. Salirse fuera, cuando tú lo que haces es lo contrario, entrar. Los planos de una casa, un trabajo de arquitectura, de construcción... Y es más sencillo, solo una oferta. Ofertas de amor. Estamos rodeados de ellas. Y de imposibles. También la conjunción de ambas: amores imposibles. La maldita palabra de nuevo, inexplicable la mayor atracción por ellos, los amores imposibles.
No tomé nada de licor ese día. Bebida energética, mala idea. Pedí varias además. Quizá con un par de copas te hubiera dicho otra cosa. O la hubiera dicho más lento y vocalizando menos. Me costó dormir. Volvi solo a casa. Sin alcohol. Tenía que conducir. No había opción. Lo pensé hoy. Han pasado semanas desde entonces. Lo siento. No soy nadie ni siquiera para opinar. Imagínatelo de otra forma. Dale la vuelta a tu forma de verlo. No depende de nadie. Somos vasijas inocentes. El agua, la gravilla, las piedras... El tiempo, las palabras, la historia, la anécdota... Las explicaciones, buenas o malas. Eso somos. Todo junto, todo lo que entre. Lo que quepa. Ahora tengo yo la revelación. Había algo detrás de los párrafos. Pesan las piedras, tantas palabras. Creo que lo entiendo. Creo haber llegado. Vasijas, claro que sí. Hemos ido tanto a la fuente. Sabemos el camino. Hemos estado enteros y rotos. Rotos de memoria. Con la prudencia de guardar los trozos siempre. De reutilizarlos. De hacer algo con ellos. Ya has unido pedazos otras veces. Lo sabes. Nos hemos cruzado muchas veces en el camino. Los mismos bares. De acuerdo, son los que hay. La ruta. Los viejos tiempos. Los bares de siempre, vale. Pero no puede ser todo por una casualidad. Lo siento, no acepto más casualidades. El relato. Importa lo que eres. Lo que somos. De lo que nos acordamos. Lo que nos dan. Los relatos. Importan los relatos. No eres el Maestro ni los discípulos, tú eres la vasija y tienes que dejar que sean los demás los que lo hagan.
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