No se vuelve a la misma ciudad dos veces. No se vive dos veces el mismo lugar, porque uno se va haciendo viejo pero también y sobre todo, porque lo que nos rodea cambia y no ponderamos nunca lo rápido que se suceden esas transformaciones. Es como el río de Heráclito pero gobernado no por la lógica de la corriente, la inercia y la gravedad sino con otros intereses nada filosóficos. No hace mucho estuve en Madrid, cuatro días de asueto, me dió tiempo a caminar mucho. No me gusta nada el metro y lo evité mientras pude. Lo de aparcar es una locura. Se parecía poco o nada a la ciudad que recordaba y en la que viví los dos últimos años del siglo pasado. Todo enlosetado, todo peatonal, todo desvirtuado. Los coches eléctricos del futuro no parece que merezcan metros de pavimento, es todo un engaño para construir párkings, eso opino y no cambia o casi no cambia en apariencia. Cuando los coches no contaminen, que es a lo que tiende la industria automovilística, no podremos circular. Me parece un despropósito. Cercar las ciudades a las cuatro ruedas es un error de proporciones históricas, se cierra el paso, el mismo paso que tenían los carros en el Imperio Romano, o sea que eso de que nada cambia, pues no. Hay cosas que cambian. Y cosas que no. Se verá, con los años, que las peatonalizaciones masivas respondían a criterios no mediambientales sino económicos. Eso cambiarán y ustedes, quizá yo no, lo verán. Y otras cosas no cambiarán. Afortunadamente. Nunca espero. No cambiaron en Madrid o al menos en apariencia la calle Pez o el Palentino, al que nunca había entrado o no lo recordaba, y esta vez almorcé un par de botellines, me andé unas cuantas manzanas, volví al Maño en la calle la Palma y es otro por el que si el tiempo pasa lo hace de puntillas, pasa algo parecido en algunos garitos nocturnos con menos luz, a los que también volví, La Vía Lactea que no cambia ni bombillas o el Tupperware al que entré en la hora feliz y se veía como siempre pero quitando esas breves y felices rutas de madrugada, algo en la ciudad estaba diferente y lo he notado, no era la misma y da pena, por lo que viejo que es uno sobre todo pero también porque es imposible volver a la Madrid de 1999, y es tan diferente. Madrid 1999. La oscuridad de Malasaña solo la encontré en algunas bocacalles de Lavapies, en Calvario y adyacentes, y bien entrada la noche en las que derivan hacia el rio, no lo sé, una oscuridad especial que antes reinaba en Malasaña y le daba un atractivo reconfortante mezclado con un cierto aire de amenaza, no es la palabra amenaza, probablemente no, pero es precisamente eso lo que quita la gentrificación, lo que se lleva, no sé cómo llamarlo con esta pila de palabras modernos, es el peligro que se lleva, el proceso de domesticación de los vecinos... Tendrá que ver con la renta antigua, el mercado negro, los pisos sobrehabitados y los buscavidas. Cierto aire de crepitud en los inmuebles. Un punto concreto en la especulación. La fase de dejar morir el estuco. De dejar que se deprecie y echarlo abajo. La víspera de la demolición. No es que la nostalgia nos salve de nada, más bien al contrario nos sumerge en mundos idealizados que ya no existen y que, cuando existían, eran mucho menos idílicos de lo que los recordamos. Y más si son memorias de juventud. De estudiante. De un botellón en Tribunal y sus recovecos, de los mejores del país, o de un Lavapies verdaderamente salvaje. Es un término poco dado al urbanismo, el carácter salvaje de las ciudades. Hablo del fin de siglo porque fue cuando me tocó marchar por estudios pero después he vuelto en ocasiones y seguía siendo algo loco. Embajadores y sus cundas, por ejemplo. Ese tipo de vida salvaje que es muy dificil de acotar o controlar. Campo al que no se puede poner puertas pero en vez de tierra, con sombra y asfalto. Con callejón de olor a meado y puta en esquina. Es droga. Es inmundicia. Una coqueta inmundicia. No es decoración, es justo lo contrario. Lo del botellón luego se volvió aún más salvaje en la plaza del 2 de mayo. Sin duda, no es peor que el panorama de lateros de hoy en día que te paran por la calle con la cantinela de cerveza a un euro y venden como si fueran globos. No es peor. Y cuando es nostalgia, de acuerdo. Cuando es el signo de los tiempos, pues que vas a hacer pero cuando lo que subyace es un negocio. Lo de las bicicletas me sorprendió. Un día le dedico una entrada completa a lo de las bicicletas y la puta peatonalización.
Lo peor, las losetas en la plaza de Callao.
Lo segundo peor, la calle Montera sin putas o los bancos sin chaperos y gente extraña en Sol sustituidos por una cola de turistas esperando para hacerse fotos en el oso y el madroño con sus teléfonos móviles, al que por cierto, han cambiado de sitio. A los chaperos y putas que tampoco es que hicieran bonito a decir verdad pero eran parte de esa oscuridad real, de esa amenaza, de ese mundo feo que ahora solo tiene losetas y arbolitos, y bicicletas. Y zonas peatonales.
No se vuelve a la misma ciudad dos veces pero sobre todo porque no hay dos veces para hacer nada, las ciudades solo nos lo hacen ver.
No hay segunda vez.
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