lunes, 24 de junio de 2019
El apego a una ensaladera
Estaba fregando hoy que no es que sea algo que suela hacer puntualmente sino que más bien lo pospongo todo lo que pueda hasta que no me queda otra opción y me asaltó un pensamiento con tanta bravura que tuve que reconocerme indefenso y pedir clemencia dejando a medio morir el fregadero, para secarme las manos y ponerlas en alto ante la fervorosa lucidez del planteamiento. Justo en ese momento tenía entre las manos una ensaladera de cristal redonda, que es perfecta, que es preciosa, que me encanta y que es muy útil, es pequeña pero perfectamente circular como el culo de una cáscara de huevo, y es de un cristal bueno, antiguo, como robusto y es mi ensaladera favorita, también la uso para arroz o pasta, y lo cierto es que le tengo un especial cariño. Es muy bonita. He pensado mientras el grifo seguía en su eterno discurrir de agua fría, la que uso para enjuagar, en lo absurdo de los apegos. Lo realmente absurdo que son los apegos. Y por otro lado, lo que nos definen. Lo que nos influyen. Lo que nos determinan. Los apegos que terminan por ser los aperos de nuestras emociones. Con lo que bregamos. Con lo que fregamos. Con los utensilios de cocina, por ejemplo. Pero era solo un ejemplo, la ensaladera de cristal. También una excusa para dejarlo a medias. Los apegos son muy personales, difíciles de desentrañar pero todos los tienen, a unas cosas, las viejas o de sus abuelas o a las nuevas, a las compras... Es extensible a todo, creo. El apego como el origen del amor. De un amor casi involutario. Que uno siente y no parece apercibirse. Hoy me ha pasado. He dicho, joder, yo quiero a esta ensaladera de cristal. Adelante. Díselo. LA quieres. Es la verdad. NO pasa nada. Dilo. Y eso hago. O lo intento. Los cariños especiales son siempre especiales pero lo son más aún si se procesan a una ensaladera, a una fuente de mesa o a una jarra de agua. Y, pareciendo una absurdez, pues tiene todo el sentido del mundo. En mi caso, era de mi abuela. La ensaladera, digo. Está todo perfectamente enhebrado en el tejido de los sentimientos. Tejido íntimo y bien anudado. Pero es regular el argumento porque mi abuela también tenía sarténes a las que no les tengo el menor aprecio. O moldes para tartas, me los pidió mi tia por cierto. Debería llevárselos. Nunca hago bizcochos. Hago poco en general pero bizcochos cero cero. El apego a unos utensilios y a otros, no. En el jardín había una hoz enterrado, y el mazo de un martillo, me pareció un símbolo demasiado potente. Y entre la mala hierba a lo largo de estos años, han aparecidos varios filos de azada y dos rastrillos. De hierro. Con los dientes soldados. Oxidados totalmente pero totalmente útiles. Los he ido utilizando o los he vuelto a enterrar. Como si fuera un ritual. Tiene que ver. Con el apego a los platos, yo los tengo de distintas épocas. Los que había en la casa, los que yo traje y los que vinieron con la mudanza de las cosas de la abuela. Siempre se vuelve a la familia si tenemos que buscar las claves, a veces te buscan a tí. No he tenido que comprar platos nunca, es lo que he pensado por fin tras secarme del todo las manos. Me siguen esperando los cacharros. Los he dejado con agua caliente, me he tomado un respiro. Pensar en los apegos cansa casi más que fregar. La ensaladera es preciosa, todo hay que decirlo. Si la viera en una tienda, me haría con ella. Aparte le tengo cariño, por tamaño y tal es perfecta para las cenas. Es útil. Quiero decir, hay un cierto grado de practicidad en la melancolía pensé, y me lo repito ahora para ver si me lo termino de creer. O si me entiendo del todo a mí mismo. En ese momento, ahora lo veo más redondo. Porque es eso. Había sarténes. Había más cacharros que no me importaron nada. Calentadores de leche. No sé ni donde están. Teníamos cinco paelleras, tres de ellas oxidadas. Es curioso como funcionan los trasteros familiares y cómo se dejan de hacer paella en familia de un día para otro por cualquier gilipollez. Pero ahí siguen. Ocupan su espacio. Consumen su tiempo al compás que marca el óxido. No habia apego con ellas. A nadie le importaba. Al final la encargas en un bar y te la llevas puesta. Luego no hay que frotar. Frotar es lo jodido. Lo digo yo que tenía el fregadero como las Navas de Tolosa. Trato de luchar contra ello. Contra el apego a las cosas absurdas, pero qué es la vida si no. Esos objetos. Esa ensaladera que ha sobrevivido a dos generaciones. Ese bonito brillo de Duralex. Se me han roto en ocasiones vasos o platos de cariño especial. Todo se rompe. Nosotros también. Es tonto el apego a lo que se ha roto pero a mí me pasaba que guardaba los trozos para un arreglo eventual con pegamento que nunca terminaba de llegar. Guardar los trozos, como concepto. Tiene todo que ver. O eso creo yo. Lo que creo es solo para dilatar el proceso de fregar los platos. Lo hago una vez cada dos semanas y a los largos de uno o dos días porque lo voy dejando a medias. A veces me gustaría que se me rompieran para no tener que frotar. Frotar es jodido. LA grasa es jodida. Con las sarténes no hay cariño que valga. Solo hay apego en el teflon. Cuando ves trozos de antiadherente que te los habrás comida con lo quemadillo de la tortilla o en la brasa del filete, cuánto trozo de sarten no habremos digerido. Con las sartenes he desarrollado una especial crueldad, me deshago de ellas con ningún miramiento. El amor a la ensaladera es diferente. El apego es como lo negro de la sartén. Como la grasa que tapa el aluminio inoxidable y lo vuelve oscuro y opaco. Es el tiempo. Es la muerte. Antes que frotar la sarten con un estropajo de metal, va al cubo de la basura. Hay sartenes a las que también he querido pero menos. Pasado el tiempo uno lo ve tan inocente como los amores primeros. Tan ingenuo como una carta de amor a un bol de cristal o un vaso de cerveza. Un amor que parece no confesarse hasta que se cae al suelo y se quiebra. Como los primeros amores, tan riíduclos y desproporcionados y sin embargo, nos representan. Es lo que somos. Lo primero que fuimos. Las primeras vergúenzas. Los primeros rubores. Lo mismo con la cacharrería. Pero se ve menos, no se pone de manifiesta. La gente no habla de lo mucho que quiere a su cazuela de barro donde hace la lasaña. Y no se habla y se debería. De tu tenedor favorito. O del plato hondo que te hace no querer otro y servñirtelo todo ahí. No se comenta porque no se habla de las manías. Es privado. Lo entiendo. Claro que sí. Uno parece un loco si se confiesa enamorado de una ensaladera redonda de cristal con el tamañó perfecto. Redonda como el glúteo de una modelo. Con el tamaño ideal para una ensalada de uno o una para dos. Un prodigio. UN amor. Una verdadera ensaladera perfecta a la que quiero con el alma. Esto no se cuenta. Cualquier día se resbala con el friegaplatos, se me escapa el estropajo o le cae un cazo encima y se rompe. Qué mal rato. Qué tonto el apego a una ensaladera. Qué tonto todo lo que escribo aquí. Qué tonto leerlo luego o incluso por primera vez. Pero es verdad. Y antes de que se rompa, pues mejor decirlo. Opino. Y vuelvo al fregadero, eso es todo.
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